Los cuatro demonios

Posted by on mayo 29, 2014

Después de que Matsumura recibiera el honorable titulo de BUSSHI , sucedió un acontecimiento que acrecentó todavía más la reputación misteriosa del maestro. Nosolamente el bushi tenía fama de ser el más grande experto en Artes Marciales sino que, en los aspectos sicológicos, también dominó grandes y misteriosos poderes.

Sucedió, que un día Sokon Matsumura, que era un gran fumador de pipa, decidió ir a visitar al mejor grabador de la ciudad para hacer una talla simbólica en el cuenco de su mejor cachimba de marfil. El particular artesano era también un afamado artista marcial muy conocido por todos en el vecindario. El hombre se consideraba como el mejor karateka de la ciudad y estaba convencido que podría enfrentarse a cualquier experto. Se llamaba Uehara y no pertenecía a ninguna escuela reconocida. Hasta entonces, ésta circunstancia, había sido una gran ventaja para él, pues no tenía que dar explicaciones a ningún sensei que le recriminara su excesiva beligerancia o petulancia.

En el siglo XVIII los retos eran tan aceptados y comunes como lo pudiera ser en la actualidad cualquier campeonato deportivo. Por aquel entonces las pasiones lúdicas se resolvían, no corriendo detrás de un balón sino a golpes.

Uehara, tenía 40 años de edad que mostraba con gran pavoneo y engreimiento pues se encontraba en el mejor momento de su vida. La fuerza y habilidades que dominaba, eran excepcionales. Le apodaban Karate-No-Uehara, lo cual significaba que su reputación como peleador era grande pues, en aquella época, sólo se añadía la palabra Karate delante del nombre cuando la persona había hecho suficientes meritos en la lucha. Efectivamente, hasta entonces había vencido a todos sus contrincantes en los combates que realizó durante sus frecuentes viajes que, por motivos profesionales, se veía obligado a realizar a otras comarcas de okinawa.

Miró a Matsumura cuando entró a su tienda y permaneció durante unos momentos observando a aquel hombre que aparentaba bastante menos edad que él y que era más alto que la mayoría de los okinawenses que el había conocido hasta entonces. Matsumura medía 1.80 metros que para los isleños de la época era como un gigante.

«¿Tu eres Matsumura sensei?», preguntó el artesano sin prestar atención a la solicitud del trabajo artesanal que aquel hombre más joven que él pedía.

«Si», contestó tranquilamente Matsumura.

«Me tienes que hacer un favor primero», continuó Uehara, sin mostrar respeto. «No te preocupes por la pipa, esta perfecta como es. Me pregunto si me darías un gran placer que llevo esperando mucho tiempo: quiero una lección de ti, Matsumura».

El bushi ya estaba alertado del carácter del grabador antes de entrar a la tienda y no quería problemas, ¡sólo venía a grabar una pipa! El se excusó cortésmente declinando la proposición, pero Uehara persistió.

«No eres el instructor en las Artes Marciales del rey?», preguntó. «¿No me digas que tienes miedo de darme algunas lecciones?»

«Sí, soy en instructor del rey. Yo le doy clases a él y a nadie más. Es por esta razón que yo no puedo darte clases a ti».

Uehara, le miró con desdén mientras pensaba que en realidad Matsumura estaba impresionado por él y este quería evitar a toda costa quedar en evidencia.

Entonces envalentonado se atrevió a decir,» Haz una excepción por esta vez, sensei y acepta formalmente mi reto».

Matsumura decidió en ese momento que este sujeto necesitaba urgentemente una lección de cortesía. No sabía como respondería el rey al tomar esta decisión pero a pesar de ello, continuó con el procedimiento formal que un reto debía pasar en aquellas épocas.

«Muy bien Uehara-san. Acepto honorablemente el duelo».

Uehara precisó el lugar del enfrentamiento que sería al día siguiente a las 5 horas del amanecer y no se celebraría en otro lugar que en los jardines del palacio real.

Al día siguiente, antes de la hora prefijada, Uehara decidió tener alguna ventaja sobre el bushi. Para ello, llegó una hora antes de la hora prefijada con la finalidad de familiarizarse con el terreno; remarcar las áreas resbaladizas; la inclinación del terreno; las piedrecillas sueltas y hasta localizó la posición de las hojas caídas. Naturalmente, no olvidó por donde salía exactamente el sol y los brillos reflectantes de luz.

Después de memorizar la zona , inició el ascenso a una pequeña colina para poder ver el campo de batalla en su conjunto. Él era un experto luchador y la estrategia antes de cualquier batalla era de vital importancia. Sin embargo, no conseguía evitar una sensación angustiosa que comenzaba a revolotear en su estómago mientras ascendía. Cuando llegó arriba, la densa niebla del amanecer se hizo más fina.

«¡Uehara!, sonó una potente voz de barítono, » te estaba esperando».

¡Al otro lado estaba Matsumura, difuminado entre la espesa niebla! ¡ Le había estado observando durante todo el rato!. Uehara quedó totalmente transpuesto. A penas le podía distinguir, pero según se disipaba la bruma, aquella sombra alcanzaba por momentos dimensiones más y más grandes.

Mientras apretaba los labios y los dientes rechinaban, maldecía no haber venido antes pues, por no hacerlo había perdido totalmente la ventaja estratégica del reconocimiento del terreno. Su artimaña había sido descubierta y esto le producía una gran sensación de indefensión.

«¿Estás listo, Uehara?», añadió el Bushi, mientras caminaba lenta y parsimoniosamente hacia él.

Sin una palabra más, dio un salto hacia atrás colocándose en un kamae que consistía en colocar la mayor parte del peso de su cuerpo en la pierna adelantada. Esta es una postura tradicional de defensa que se llama, zenkutsu dacha. Esta posición se adopta solamente para resistir ataques poderosos, Matsumura le miraba con una sonrisa mientras se plantaba de frente apoyándose sobre las dos piernas y con los brazos lacios cayendo a ambos lados. Adoptó entonces la postura de reposo denominada hachinoji-dachi.

Muchos pensamientos se mezclaban en la mente de Uehara. Sentía como el pánico comenzaba agarrotarle todos los músculos del cuerpo. Las piernas se le aflojaban. Sudaba frío y la cara se le bañaba en un sudor gélido. Estaba perdiendo los nervios antes de empezar.

En un momento de desesperación y antes de sentirse más alterado, lanzó su ataque. Profirió un sonoro kiay y comenzó a moverse con celeridad hacia delante, pero cuando llegó a distinguir la mirada tranquila del bushi y , asombrarse de que su cuerpo no mostraba ningún movimiento defensivo, freno en seco la acción. Dio entonces un salto hacia atrás como un resorte y abortando el ataque, comenzó a andar de lado a lado como lo haría un tigre en una jaula. Seguramente estaba intentando tranquilizarse e intentando localizar o desarrollar algún tipo de estratagema de ataque.

La imagen de Matsumura se recortaba ahora contra las luces del amanecer dándole un marco impresionante como si de un ser fantasmagórico se tratara.

«Uehara,» dijo Matsumura con su grave voz, «¡haz algo!».

El artista comenzó entonces a hacer círculos cada vez más cerrados pretendiendo que el sol cegara a su adversario. Su ánimo recuperaba energía con este pensamiento. Alguna ventaja le daría esta estrategia-pensaba.

Uehara, hizo un ultimo y desesperado intento. Gritó nuevamente su kiay y se abalanzó contra el samurai. ¡De repente vio como cuatro Fudo-Miyo salían de los ojos del Maestro que en ese momento brillaban como el sol del amanecer! Los demonios se interponían entre él y el impasible bushi en una actitud demoníaca. Las «cosas» eran como espectros sobrehumanos, como si no pertenecieran a este mundo.

El cuerpo del pobre Uehara perdió toda su fuerza y su mente no podía controlar ni el peso de su cuerpo. Simplemente cayó sobre sus rodillas y empezó a llorar.

«No te sientas avergonzado», le dijo Matsumura, «tu querías ganar a toda costa, el deseo lo masticabas en tu boca. Solo era un pensamiento y ahí es donde yo te he atacado. Tu propio pensamiento te ha vencido».

Diciendo esto, Matsumura dejó al hombre solo con sus pensamientos y se alejó colina abajo mientras encendía la pipa que se había quedado sin labrar.

Esta lección la contó el bushi durante muchos años en su dojo, mientras los alumnos permanecían en silencio escuchando las lecciones filosóficas que impartía el Maestro. Advertía, continuamente a los seguidores del karate que; el hambre por la gloria genera una gran vanidad que siempre acaba en derrota.

Podrás vencer en mil batallas y hacer diez mil prisioneros pero no ganaras nada si no te vences a ti mismo.
Fuente: Gimasio Zen – España
(http://personal.telefonica.terra.es/web/gimnasiozen/index.htm)

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